Hoy hace un año estaba recién parida. Escuchaba a Pedro Sánchez hablar de confinamiento con una bebé enganchada a la teta.
Dolorida, emborrachada de hormonas, incapaz de imaginar lo que podían ser dos semanas -¡dos semanas!- encerrada en casa, con una bebé recién nacida y un niño de dos años. Dos semanas, quince días, con sus tardes, sus noches en vela y sus mañanas de penas. Dos semanas que yo había imaginado de paseos y apoyo de mi madre, de mis hermanas, de mis cuñadas, de mi suegra... de los nuestros que nos iban a ayudar a hacer más liviano el postparto, que siempre es agridulce y duro y cansado. Y lloré. Por mí y por el mundo al que había traído a mi niña. Por el mundo que tanto había cambiado en los tres días que habían pasado desde que entré en el hospital de parto y salí con mi pequeña. Lloré de miedo y de pena y de rabia.
Las dos semanas pasaron. Y se convirtieron en un mes y en dos. Una rutina sencilla pero eficaz se instaló en nuestro hogar. Que se convirtió, como nunca, en eso. En nuestro refugio. Mi pequeña Marina se hizo cargo de la situación y fue ese bebé soñado que duerme y come sin problemas -poco más pedimos- y pone las cosas fáciles a sus temerosos padres. Mi pequeño Josetxo se hizo cargo de la situación y nos demostró que ni los celos, ni los cambios, ni el encierro, podían con sus ganas de ser feliz, de jugar y de querer. Y nos lo puso fácil. Se adaptó como lo hacen los niños, sin alharacas ni imposturas, disfrutando, ante todo, de tener a sus aitas siempre a su lado.
Podía aceptar nuestro particular encierro, pero pensar en un mundo entero paralizado, en situación de emergencia, era como asomarme a un abismo terrorífico
Los nuestros se quedaron al otro lado del teléfono, de la pantalla del ordenador. El mundo se quedó en silencio, solo roto por los aplausos de las 20h y las tremendas noticias de la TV. Las calles vacías desde nuestro balcón me angustiaban. Podía aceptar nuestro particular encierro, pero pensar en un mundo entero paralizado, en situación de emergencia, era como asomarme a un abismo terrorífico, a la certeza de que mañana podría no haber médicos, ni semáforos, ni supermercados, ni ninguna de todas esas cosas que damos por hechas. Todo ello me generaba -me genera- terror. Filosofar sobre la entropía y ver películas apocalípticas sobre futuros distópicos es una cosa. Enfrentarse a su realidad, otra muy distinta. Pero, afortunadamente, entre toma y toma, chupetes, biberones, baños, pañales y juegos, no había mucho tiempo para pensar en lo frágil de ese mundo que sentía tan seguro hasta unas semanas antes. El abismo se vislumbraba entre pañal y pañal pero pronto dejé de pensar en él, de ver el telediario y me centré en disfrutar lo que fuera posible de esa situación extraña.
Hoy hace un año comenzó lo que llaman 'la guerra de nuestra generación'. Y yo, a pesar de todo lo que ha pasado, de los muertos, del desastre económico que se nos viene encima, del trauma colectivo por las decisiones que hemos tenido que tomar; por las situaciones que hemos tenido que vivir... A pesar de todo eso, no puedo dejar de pensar que el mundo ha seguido girando. Que mis niños han crecido sanos, fuertes y felices, sin plantearse qué es eso que emboza la cara de sus padres cada vez que salimos a la calle. Los autobuses no han dejado de funcionar, los supermercados no se han desabastecido y los hospitales -y esto lo sé de primera mano- han seguido funcionando. Escribo esto con el brazo dolorido por la primera dosis de la vacuna y no puedo evitar pensar que, a pesar de todo lo malo, de lo vivido y de nuestra naturaleza humana, sin querer restar importancia a la tragedia que aún es esta pandemia maldita, ojalá sea cierto que esta es 'nuestra guerra'.
Que la peor tragedia colectiva a la que tengan que enfrentarse mis hijos sea una pandemia, tremenda, sí, pero que, a pesar de lo terrible de los 2´5 millones de muertos que ha causado, esté lejos de los 50 millones de la gripe del 17. Que nunca tengan que enfrentarse a una guerra como la que hace tan solo 80 años causó más de 60 millones de muertos en todo el mundo. Que la peor tragedia a la que tengan que enfrentarse se fragüe con los supermercados llenos, los hospitales mal que bien funcionando, y un Estado que, aún maltrechamente, sea capaz de subsidiar los sueldos de las actividades paralizadas por la crisis. Que un año después del inicio de la misma, ya exista una vacuna a su alcance y un Estado capaz de suministrársela. Quizás sea ingenuo por mi parte, pero quiero aferrarme a la esperanza de que todo lo que hemos logrado en el último siglo no tenga vuelta atrás. Que nuestros logros no se vean ensombrecidos por nuestros muchísimos fallos. No es que de esta crisis hayamos salido más fuertes. Seguimos siendo los mismos que hace un año y, de hecho, ni siquiera hemos salido aún de ella. Pero siendo igual de malos y de buenos que hace un año, seguimos siendo capaces de grandes cosas. Quedemonos con eso para enfrentar lo que aún nos queda por delante.
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