A la gente le encanta distinguir y clasificar el mundo según parámetros fijos. Como si determinadas palabras y conceptos fueran capaces de abarcarlo todo.
A pesar de que siglos y siglos de historia han demostrado lo contrario, seguimos empeñados en vivir una realidad dualista y maniquea que en las sociedades occidentales y democráticas se basa en dos paradigmas: izquierda y derecha. La mayor parte de las personas tenemos o tienen asumido que se es de izquierda o de derechas casi como quien tiene una señal de nacimiento. De forma irrevocable y prácticamente espontánea.
La decisión puede ser consciente y autónoma y, en tal caso, quien lo tiene claro suele anunciarlo en casi todos los ámbitos de su vida, como si su opción política fuera tan consustancial en él como su género o su condición de ser humano. Quienes no hemos sentido la llamada divina de la ideología y no sabríamos decir exactamente de qué lado estamos tenemos la suerte de que los iluminados por la providencia nos clasifiquen y designen nuestro lugar en el mundo. Normalmente este suele ser en el sitio contrario al de ellos porque la más mínima divergencia con su discurso, suele considerarse inspiración del enemigo.
No soy de derechas. No tendría ningún problema en reconocer que lo soy si así fuera pero no, no lo soy. No, si se entiende la derecha como una opción conservadora en cuestiones sociales y religiosas y liberaL en lo económico. Sí creo en la necesidad de reconocer los logros y fomentar que los mejores o, mejor dicho, quienes más se hayan esforzado y consigan mejores resultados obtengan recompensa por ello. Pero creo que esto es más una cuestión de sentido común que de ética política.
Ser de izquierdas no debería limitarse a cuatro consignas de las que olvidarse cuando llega la hora de ser coherente. Ser de izquierdas no puede justificar la total y absoluta intransigencia y desprecio hacia quien es de derechas
Me molesta el nacionalismo cerril, de cualquier clase, el fundamentalismo religioso y el clasismo absurdo y anacrónico, basado en apellidos y familias de bien. No creo que todo valga por el mero fin de obtener el máximo rendimiento económico. Lo he puesto en práctica en mi propia vida y me resulta más gratificante un entorno en el que el bienestar y/o la riqueza estén más repartidos que uno en el que yo disfrute de todos los beneficios mientras el de al lado no se come ni los mocos.
Creo en el estado del bienestar, en la igualdad, en el progreso social y en la solidaridad. No me gusta Rajoy, me entra la risa con los telediarios de Intereconomía y hasta defendí en su día el derecho de Bildu a presentarse a las elecciones. Supongo que se podría decir que sobre papel soy más cercana a la izquierda.
Sin embargo, no confío ni creo en los dirigentes de lo que se consideran partidos de izquierda, ni en mucha de la gente que se enorgullece de serlo, como si el mero hecho de decirlo les eximiera de cualquier culpa. No creo en personas que se les llena la boca defendiendo el estado del bienestar para luego boicotearlo con chanchullos de pacotilla.
No puedo creer en políticos que malgastan dinero público en quedar bien con sus amigos o en consignas electorales voluntaristas e imposibles o que, directamente, lo roban para sí mismos, como si ser de izquierdas estuviera reñido con ejercer una buena administración. No puedo soportar que haya quienes se autodefinen como los adalides de la democracia para acto seguido insultar y vetar a quienes por el mero hecho de ser de derechas, son tratados como inmundicia.
Ser de izquierdas no puede limitarse a un absurdo servilismo con los nacionalismos más excluyentes, comunitarios y gregarios, mientras se reniega del nacionalismo laico que predica un estado de derecho. Ser de izquierdas no debería limitarse a cuatro consignas de las que olvidarse cuando llega la hora de ser coherente. Ser de izquierdas no puede justificar la total y absoluta intransigencia y desprecio hacia quien es de derechas. Intereconomía será panfletario, tendencioso y hasta sensacionalista. Pero no lo es menos el diario Público, lleno de titulares absolutamente opinativos, maniqueos y chillones.
Sin embargo, a nadie se le ocurriría atacar ni vetar a uno de sus periodistas, mientras que nadie ha dicho nunca nada porque lo profesionales de Intereconomía hayan sido agredidos mientras hacían su trabajo. ¿Por qué los mismos pecados parecen menos o ni lo parecen cuando son cometidos por quienes se autodefinen de izquierdas?
Una militancia coherente y justificada en cualquiera de ambas opciones requiere de un ejercicio intelectual e incluso ético que muy poca gente está dispuesta hacer. El liberalismo económico salvaje no se lleva muy bien el conservadurismo de la derecha clásica, mientras que una izquierda seria y bien razonada hoy en día exige de un esfuerzo mental y una evolución teórica que pocos han sabido hacer. Eso sin contar con la disciplina moral necesaria para mantenerse fiel a unos principios que están prácticamente en contra de la sociedad de consumo salvaje en cuyas aguas todos, y digo todos, nadamos con gusto. Así que sí, lo siento pero no me defino y me quedo como estoy. No sé si soy de izquierdas o de derechas, pero sí sé que no soy. Y eso ya es bastante. ¡Buena semana!
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